domingo, 24 de febrero de 2013

FUEGO

FUEGO

Hoy, sobre todo, morir con 37 años se considera haber expirado en un plazo trágicamente breve, pero si el sujeto en cuestión es artista y apenas ha podido manifestarse profesionalmente como tal durante un lustro, entonces, podríamos dudar de que fuera capaz de dejar la menor huella. Bien; pues ese fue el caso de 
Vincent van Gogh (1853-1890), seguramente uno de los artistas más populares, reconocidos y cotizados de nuestra era, pero ante cuyo aciago destino en vida todos nos quedamos entre compungidos y fascinados por su halo romántico. Desde luego, Van Gogh vivió poco, porque, de haber durado diez años más, se habría sorprendido de ser uno de los artistas más famosos y afortunados y, con otros tantos encima; o sea: con 57 años, se habría quedado estupefacto, tenemos datos suficientes para acreditar que esa fama y bienestar inesperadamente sobrevenidos no le hubieran reportado ninguna especial confianza ni en sí mismo, ni en los demás, y, aunque parezca increíble, ninguna felicidad.
Nuestras cuitas al respecto se basan en la reciente publicación en nuestra lengua de la monumental biografía de Steven Naifeh y Gregory White Smith, Van Gogh. La vida (Taurus), junto con la reedición su célebre material epistolar, Vicente van Gogh. Las Cartas (Akal), que se pueden considerar como los materiales imprescindibles para conocer a fondo la atribulada vida y la muy conflictiva personalidad de este auténtico holandés errante. En relación con su abundantísimo correo, que abarca desde 1872 hasta 1890, con 652 misivas, lo primero es señalar que Vincent van Gogh escribió más que pintó, dejándonos además con la duda de si fue mejor escritor que artista, lo que supone reconocerle una categoría literaria formidable. En cualquier caso, todas las cartas conservadas de Van Gogh, están atizadas por el mismo violento fuego que sólo su obra pictórica final trasluce, con lo que constituyen un testimonio narrativo estremecedor acerca de un montón de cosas.
Hermano mayor de la prole de un pastor protestante, Vincent fue raro, como quien dice, desde la cuna, algo que no se cura con el tiempo y, menos, con el roce mostrenco de un círculo social severamente pequeño-burgués. De hecho, mucho antes de hacerse artista, que fue su postrer fracaso, después de haber fallado como aspirante a ser marchante de arte, pastor evangelista y simple catequista en la dura zona minera de Borinage, yendo entretanto de un lado para el otro, La Haya, Londres, París, Bruselas y Amberes, un Vincent van Gogh de 27 años se lanzó en la última década de su vida a labrarse un porvenir como pintor, lo cual agravó sus muchos males, congénitos o adquiridos. No obstante, lo asombroso de su talante, como así lo refleja su epistolario o los testimonios de muy diversa índole, acopiados con un rigor documental y un criterio análitico encomiables por parte de sus últimos biógrafos, es, por un lado, su extraordinaria lucidez y, por otro, su voluntad fanática, dos cualidades que, según y cómo, te pueden conducir directamente al desastre. Sea como sea, sobre él cayó la mayor banda de destripadores psicológicos que se haya conocido hasta la fecha, lo cual le convirtió en un enigma crónico. Para salir de semejante enredo, nada mejor que leer lo que él mismo escribió sobre sí mismo y sobre lo que le tocó vivir, porque, a partir de ello, todo encaja, y, si se me permite, irradia. "Loco", afirmaba el genial Chesterton , "es quien ha perdido todo menos la razón", pero si lo tiene todo de manera nada  razonable, añadiríamos nosotros, quizás entonces convenga al tal ser llamado artista.

Francisco Calvo Serraller
Babelia, El País, 23 de febrero de 2013


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