miércoles, 20 de febrero de 2013

Una maleta vacía


UNA MALETA VACÍA 

En una famosa cita, John Berger reflexiona: "Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se miran a sí mismas siendo contempladas. Esto determina no sólo las relaciones entre los hombres y las mujeres, sino la relación de las mujeres consigo mismas".
Expliqué ya mi aversión a hacer maletas. Por H  o por B viajo mucho y las preguntas ¿qué dejo?, ¿qué me llevo? me resultan crueles. ¿Es un síntoma de fragilidad? ¿Tanto me atormenta fallar en mi apariencia, no presentarme en los sitios con la indumentaria adecuada? Por ejemplo, maquillarme o no es un dilema moral. Quizá sean aspectos de ser mujer con los que pocas veces he cumplido por placer, sino por obligación o, más bien, por temor.  Naomi Wolf se preguntaba en su famoso libro El mito de la belleza: "¿Es la identidad  de las mujeres más débil que la de los hombres? ¿Por qué las mujeres reaccionamos ante el ideal (las modelos, las fotos de las revistas) como ante un mandamiento no negociable?". La publicidad juega con esas inseguridades, saca provecho de nuestros miedos, promete una compensación espiritual, un valor añadido psicológico, para una actividad realmente sin sentido: vivir para ser contempladas.
En el actual maremágnum en que nadamos las mujeres, muchos dias no sé por dónde orientarme, dónde hacer pie, y llego a la orilla como puedo, porque soy buena nadadora, no rápida, sólo resistente, como dice mi hija de sí misma en la piscina. Sin embargo, puede ocurrir que visite un museo o Arco y las cosas cambien: vuelvo a ocupar verdaderamente mi cuerpo dislocado. Y es que un artista hace todo lo contrario de un publicista: expone nuestros miedos para desmontarlos y empujarnos a alguna acción propia. Me ha ocurrido viendo la retrospectiva de Cristina Iglesias en el Reina Sofía. Caminando entre sus piezas he interpretado el mundo y la vida a su modo. Laberintos, techos mágicos y corredores, pozos que contienen manantiales, belleza con significado frente a las injusticias de la belleza arbitraria, artificial e impuesta. Las celosías, las veladuras, las sombras, querer ver algo que no puedes ver del todo, que no se puede ver de un golpe, que hay que recorrer.
Me internaba por esa intrincada selva de sus claras piezas y olvidaba la tonta dicotomía diaria de la belleza sin inteligencia o la inteligencia sin belleza. Se borraban mis preguntas: ¿me querrán por lo que soy o por lo que hago? O, aún peor: ¿me querrán por lo que parezco? Y aparecían unas preguntas nuevas, más auténticas: ¿cómo buscar lo resplandeciente, la verdad propia? Lo interesante del arte y del trabajo de Cristina Iglesias es que habla de lo invisible, nuestras ideas y conflictos más profundos, más velados e inaccesibles, mediante lo visible, los materiales, sean fotografía, escultura, grabado. Rara vez recurre a las palabras que tanto nos pueden liar, confundir, embaucar. Muchas de sus obras no tienen título y su antológica se llama simplemente Metonimia: unas cosas son llamadas por el nombre de otras. En eso consiste el arte cuando sale bien, en pillarnos desarmados, por sorpresa.
Entonces mete en nuestras cabezas de espectadores ideas nuevas si naludir a ellas directamente, en una emboscada que activará lugares dormidos, que desarrollará los sentidos, que te acercará a tus deseos, pero a los de verdad, no a los impuestos.
Salí del museo pensando lo siguiente: contra la inseguridad, contra la culpa, contra la indefensión, más arte y menos barras de labios.

Ángeles González Sinde
Yo Dona, 16 de febrero de 2013



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